Cae una piedra en un estanque de agua.
Lineas ondulantes van y vuelven esculpiendo forzados contrastes índigos.
Estoy absorta y oblicua en el golpeteo refractario del agua candente;
amarga, desteñida y muy sola.
No es que la imagen acuática haga bullir mi mente con plural desenfado,
pero es inevitable que mi vista se fije en prismas cascados.
Cae otra piedra en un estanque de sol.
Sólida y bendecida por la oscuridad cortante del inconcluso icor surgente.
Se eleva por la iracundia sibilante de azules y rojos,
carcomida en el desenfreno de abismos saturados de retoños.
Cae la última piedra en un estanque de luna.
Cometas visionarios y limbos caóticos se funden en su gravitación extrema.
Desfloran las praderas bajo los pies de astronautas suburbanos,
arrastrando guerras tardías con espasmos retardados.
Pero esto es un estanque de agua,
donde caen tres piedras en el parto de mis versos.
No es mi poesía cauta la que libra los resabios de alquitranado narcisismo incidental,
sino la gloria y prudencia de seguir fiel a la bruma prosaica.
Cae y cae mil veces, piedra,
que de tí, mi inspiración se alimenta.
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