Como acabo de decirle a usted, lector.
¿Es que no me entendió?
Se lo explico otra vez, no hay problema.
Esta es la tarjeta archivadora que me regaló mi amiga Kathryn.
Que es una, pero son dos.
La misma tarjeta que es la excusa de un poema trasnochado
en una tarde en la que el sol cayó rápido por entre los techos del barrio.
La tarjeta de Kathryn es un resúmen ausente con líneas blancas, vacías y quietas.
Es un claustro de meditación y somnolencia.
La tarjeta de Kathryn tiene una serie de trazos de puntos seguidos en enumeración claustrofóbica
que encienden la llama del amor por escribir y el saber
galvanizados ambos en un sínodo de coordenadas fraudulentas.
Tengo la tarjeta en mi mano.
Las dos tarjetas, miles de ellas.
Suda mi mano.
La miro, y me miro.
¿Cómo seguir si no concuerda, si no hay simetría, si no reverbera?
Me quedo absorta en la locura del color
y los lápices que no paran de dibujar sobre ese papel interlineado.
Miro mi lapicera, que tampoco para, alocada en una supuración de bronca y belleza.
La tarjeta archivadora ya no es tarjeta o tarjetas
sino testimonio artístico amasado en la bruma de mi incertidumbre.
Escapo del escapismo y la lujuria,
de la poca calma rala de la historia,
del cuento bravo de antorchas y galas
y de los susurros entre los renglones de la tarjeta que se asoma.
Me siento una transeúnte trivial perenne con la tarjeta de Kathryn en la mano
la misma en la que ella escribió su dirección para que le mande una postal.
Recuerdo que cuando me dio la tarjeta anochecía, o amanecía (pues son lo mismo).
Y me dijo: Gabi, mandame una postal.
No sé qué pensar con respecto a la tarjeta archivadora
y no sé qué pensar sobre mí, sobre qué y quién soy, qué hago aquí.
Me alivio al creer y creerme que creo.
Me alivio en mi camino y mi contradicción
en mi epifanía y abstracción.
Gracias Kathryn por la tarjeta
que ya no es tuya, sino de la humanidad.
Es de todos: del cielo, el infierno, el universo y el cosmos entero.
¿Qué cómo sé todo eso...?
Lo sé, y con eso basta.
Se sin querer, y sufro al saber porque el conocimiento es una insolencia acústica.
Esa insolencia tiene color, es enmarañada y taciturna.
No, gracias, no le daré mi tarjeta, de ninguna manera, querido lector.
No importa el dinero que me quieras pagar por ella.
Esa tarjeta es mía, y del sol, y de la luna
y del agujero negro que nos tragará al terminar de escribir ese poema.
Claro que es un poema,
¿Por qué lo dudas...?
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