Se supone que...

Se supone que no debería atreverme a esta aventura: un blog donde las palabras navegan en un guiso de ambigüedades. Un guiso en el que las ausencias soberbias y la arrogancia supina de una lexicografía tonta y cursi aflorarán en cada oración, en cada recodo de mi pobre y previsible expresión metafórica.
Pero siento la necesidad de otro canal donde mis sentidos se bifurquen, atornillen o maceren. Un canal donde las entrañas puedan mostrarse sin piedad, sin convencionalismos avaros de obsecuencias o calcomanías culturales que no me motivan y vanamente tratan de encorsetarme.

Bienvenidos a este vuelo rasante donde los planetas chocarán y la mutación de los sentidos estará en la mira de los Dioses y Diosas.

viernes, 7 de febrero de 2025

La tarjeta archivadora que me regaló Kathryn.


Sí, exactamente.
Como acabo de decirle a usted, lector.
¿Es que no me entendió?
Se lo explico otra vez, no hay problema.

Esta es la tarjeta archivadora que me regaló mi amiga Kathryn.
Que es una, pero son dos.
La misma tarjeta que es la excusa de un poema trasnochado 
        en una tarde en la que el sol cayó rápido por entre los techos del barrio.

La tarjeta de Kathryn es un resúmen ausente con líneas blancas, vacías y quietas.
Es un claustro de meditación y somnolencia.
La tarjeta de Kathryn tiene una serie de trazos de puntos seguidos en enumeración claustrofóbica 
    que encienden la llama del amor por escribir y el saber
        galvanizados ambos en un sínodo de coordenadas fraudulentas.

Tengo la tarjeta en mi mano.
Las dos tarjetas, miles de ellas.
Suda mi mano.
La miro, y me miro.
¿Cómo seguir si no concuerda, si no hay simetría, si no reverbera?

Me quedo absorta en la locura del color 
    y los lápices que no paran de dibujar sobre ese papel interlineado.
Miro mi lapicera, que tampoco para, alocada en una supuración de bronca y belleza.
La tarjeta archivadora ya no es tarjeta o tarjetas 
        sino testimonio artístico amasado en la bruma de mi incertidumbre.

Escapo del escapismo y la lujuria,
de la poca calma rala de la historia,
del cuento bravo de antorchas y galas
y de los susurros entre los renglones de la tarjeta que se asoma.

Me siento una transeúnte trivial perenne con la tarjeta de Kathryn en la mano
la misma en la que ella escribió su dirección para que le mande una postal.
Recuerdo que cuando me dio la tarjeta anochecía, o amanecía (pues son lo mismo).
        Y me dijo: Gabi, mandame una postal.

No sé qué pensar con respecto a la tarjeta archivadora
y no sé qué pensar sobre mí, sobre qué y quién soy, qué hago aquí.
Me alivio al creer y creerme que creo. 
Me alivio en mi camino y mi contradicción
     en mi epifanía y abstracción.

Gracias Kathryn por la tarjeta
    que ya no es tuya, sino de la humanidad.
        Es de todos: del cielo, el infierno, el universo y el cosmos entero.
¿Qué cómo sé todo eso...?
Lo sé, y con eso basta.
Se sin querer, y sufro al saber porque el conocimiento es una insolencia acústica.
Esa insolencia tiene color, es enmarañada y taciturna.

No, gracias, no le daré mi tarjeta, de ninguna manera, querido lector.
No importa el dinero que me quieras pagar por ella.
Esa tarjeta es mía, y del sol, y de la luna 
        y del agujero negro que nos tragará al terminar de escribir ese poema.

Claro que es un poema,
¿Por qué lo dudas...?



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